Observatoire National des Cultures Taurines

Observatoire National
des Cultures Taurines

 

Pregón Taurino

 

SEVILLA 2024

 

François ZUMBIEHL

Señoras y Señores,

Me siento abrumado. Abrumado por el peso del recuerdo de mis ilustres antecesores en este imponente compromiso, cuyo alto honor tengo que agradecer a la Real Maestranza de Caballería de Sevilla y, en particular, a su Teniente de Hermano Mayor, el Excmo Señor don Santiago de León y Domecq. Y ya ni me atrevo a hablar de escritores de la talla de Carlos Fuentes y Vargas Llosa, ni de tantos otros que me precedieron aquí, entre ellos mi presentador y padrino, Andrés Amorós.  Pero, sí, hablo de mis compatriotas, amantes de los toros y de Sevilla – lo que viene a ser lo mismo: mis admirados amigos, los historiadores Bartolomé Bennassar, Araceli Guillaume-Alonso, y el filósofo Francis Wolff. También pienso con cariño al escritor Jean Cau, que con su libro Por Sevillanas nos dejó un cante a esta bendita tierra, que vale por todo un pregón. ¿Por qué, nosotros, que no somos de aquí, tenemos la ingenuidad o la osadía de aceptar la responsabilidad de enaltecer la Feria y Sevilla? Pues, por la acogida generosa que se nos brinda, desde luego, pero también por la distancia;  ésta nos ofrece más perspectivas para descubrir y saborear el sentimiento hondo de esta ciudad y la variedad de sus matices. Todos los que tenemos afición, y nacimos o nos hemos educado afuera, sentimos intensamente, como el pasodoble que hemos escuchado hace un momento, el Suspiro de España y el ansia de volver a la que es para nosotros la Tierra Prometida. En mi niñez parisina soñaba, en el sentido estricto de la palabra, con un portal entreabierto y un camino que conducía, entre naranjos y perfumes de nardo, a un cortijo andaluz, algo como El Pino Montano; en donde estuve años más tarde, descubriendo en un marco la entrañable dedicatoria de Ignacio Sánchez Mejías a su hija:

Diez mil toros mataría

para labrarte un camino

de alegría.

Diez mil toros mataré

para que nunca sepas lo que sé.

Que, en la vida, Pirujita

tan bonita,

se esconden por las esquinas,

todas las malas partidas

de la vida,

y sería mi suerte muy mala

si no te entrego a los pies,

como esta muerte matada,

tu tristeza, atravesada

por mi espada.

 

Este poema, en forma de nana, ha quedado para mí, y para siempre, como un emblema del mundo de los toros: el torero, como un héroe de cuentos de hadas, enfrentándose a la muerte, y queriendo, con su ejemplo, librar de todas las amenazas a los niños, que seguimos siendo ante la incertidumbre de la existencia, aun cuando la muerte acabe con su vida, y con la nuestra.  

 

Ya despierto en mi juventud, volví a saborear plenamente el ensueño de estos jardines, por la magia poética de Lorca, y de Antonio Machado recordando “un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero”, el de su infancia en el Palacio de Las Dueñas. En las calles de París, de niño también soñaba yo, haciendo de mi impermeable un capote, ante transeúntes atónitos, con “verónicas de alhelí” y largas afaroladas. Estoy seguro de que mis compatriotas aficionados no me van a contradecir: uno puede perfectamente amar a España sin que le gusten los toros, pero no puede sentir afición sin amar en su carne a España, al conjunto de su cultura y, por supuesto, a Sevilla. Y La fiesta de los toros entra de lleno en esta admiración y amor que enriquecen nuestras vidas.

 

 

Controversia sobre los toros; humanismo o animalismo

 

Pero resulta que para algunos esto  que sentimos ya no es correcto, ni la tauromaquia es cultura. Así lo dicen bajo la influencia poderosa de una nueva ideología que pretende sacudir los cimientos de nuestra civilización vigente, edificada en particular por la herencia judeocristiana y grecolatina. Hablo de la ideología animalista y, más precisamente, antiespecista, para la cual todas las especies animales se equivalen, el humano no siendo más que una de estas especies. Para ellos somos todos seres sintientes, y no se hable más. No dudan en promover supuestos derechos de los animales y parecen, en cambio, ignorar que el humano tiene otra dimensión, que es la dimensión ética del ser consciente, sabiéndose responsable y sabiendo que va a morir. Hay una contradicción evidente en este planteamiento. Nos consideran iguales a los animales, pero nos cargan con la responsabilidad de velar por todos ellos, acusándonos de ser los peores depredadores del planeta, como si se olvidaran de la facultad que tienen los animales de ser, por esencia, depredadores, y nosotros también, si seguimos la lógica de estos señores. Pero, ellos mismos lo reconocen, nos situamos en otra escala.

 

El debate a favor o en contra de la tauromaquia es ante todo un debate a favor o en contra del humanismo de nuestra civilización. Pero, como lo he dicho en un artículo reciente, este debate, que viene después de la controversia clásica de muchos siglos, resulta hoy casi imposible. Ahora el tema de los toros se ha convertido en un campo de batalla donde se enfrentan ejércitos de tópicos. Escuchando a ciertos detractores “progresistas” uno viene a pensar que la tauromaquia habrá nacido en la época de Franco, olvidando la arqueología de esta celebración y su renacimiento en el Siglo de las Luces, en la hora del pueblo emergente y protagonista, ganándose el privilegio de llevar espada para matar al toro – privilegio adquirido en Sevilla y Andalucía, como muestra la historia del toreo. Sus defensores, para demostrar que es cultura, agitan como estandartes a Lorca, Alberti, Picasso y un sinfín de artistas y escritores que se han nutrido de ella. Llevan toda la razón, pero el argumento es insuficiente (también las guerras han inspirado arte y literatura), si no se dilucida por qué la tauromaquia en sí misma es cultura y arte. De hecho, La Unesco, en lo que toca las tradiciones inmateriales, define la cultura como la relación existencial entre un patrimonio (fiestas, espectáculos vivos, ritos…) y una comunidad – en este caso la de los aficionados – que se identifica con él, si con ello no se dañan, por supuesto, los principios de la declaración universal de los derechos humanos. Esta exigencia descarta las supuestas tradiciones que los dañan evidentemente, y con las cuales es insensato asimilar la tradición taurina. Hablo de un criterio objetivo y observable, como lo son los cinco criterios que condicionan, según la Organización intergubernamental, el reconocimiento de un patrimonio cultural inmaterial, y que se aplican a la fiesta de los toros, así como a los festejos taurinos populares. Los recuerdo brevemente aquí.

 

¿Por qué la Fiesta de los toros es un patrimonio cultural inmaterial?

 

Cuando uno lee el texto de la Convención de la Unesco de 2003 sobre protección y promoción del Patrimonio Cultural Inmaterial, uno queda impresionado, pues los cinco criterios enunciados en su artículo 2 para definir ese patrimonio se aplican a la Fiesta de los toros. Evidentemente ésta forma parte de las artes del espectáculo. Incluso la corrida es el espectáculo vivo por esencia, ya que dentro de unas reglas y un marco definidos – los tercios, los espacios del ruedo y los minutos contados – todo es efímero y casi todo imprevisible. Por eso la tauromaquia es un arte sublime, según reza la convocatoria para una cena de homenaje al joven Juan Belmonte, redactada por Valle Inclán, Pérez de Ayala y Sebastián Miranda en 1913. También entra dentro de los usos sociales, rituales y actos festivos. ¿Quién no percibe que el toreo encierra una liturgia abundante de gestos inspirados por la coreografía o las exigencias de un ritual: los brindis, el beso del matador a la taza de plata antes de iniciar la faena – como el sacerdote en el ofertorio -, los desplantes de cara al público al final de una serie de muletazos o a la muerte del toro… Todo eso compone el gran teatro del ruedo.  Pero, de manera más fundamental, la tauromaquia recoge y hace revivir, adaptándolo a otros entornos y a nuevas sensibilidades, el antiguo fondo de la cultura mediterránea. Como la tragedia griega, la ópera italiana y las semanas santas es una puesta en escena del ciclo de la vida y de la muerte, o, mejor dicho, una sublimación de la muerte por el arte, una exaltación de la vida y del espíritu que han sabido triunfar, aunque sea durante unos minutos, de la fatalidad y del reino de las sombras. Representa y reinterpreta a su manera el eterno combate de Teseo con el Minotauro, la victoria de la humanidad sobre la animalidad, siempre cuando aquella haya aceptado previamente correr el riesgo de fundirse con ésta y de bajar con ella a los infiernos, del mismo modo que el toreo más bello y emocionante es con las manos bajas y una quietud que casi parece abandono. Todo en el toreo, desde su desarrollo hasta su coreografía, está marcado por la fragilidad y el intento de superarla. Todo es una lucha desgarradora entre el ansia de eternidad y lo efímero. Esta lucha tan humana entre los extremos explica la belleza y la carga emocional que conllevan el temple, la ligazón y el arte de los remates. Sí, la muerte es el punto medular de la Fiesta, la cual sin ella se convertiría en un mero show. Pero no se trata solamente de la muerte del toro. El toreo mismo nos comunica, en sus más bellas luces y sombras, la evidencia de su mortalidad. Y para intentar inmortalizarlo, cuando en realidad ha desaparecido, nos queda la memoria – marcada por el tiempo también- de lo que hemos vivido y sentido. Con el recuerdo y con las palabras procuramos superar la finitud de ese arte tan humano y entrañable.

Fuera del ruedo el mundo de los toros alimenta un abanico muy amplio de técnicas artesanales tradicionales cuya permanencia está subordinada a la vigencia de la Fiesta: la confección de los trajes, de los capotes de paseo y de todas las herramientas del toreo, el manejo de los caballos y de los bueyes en las dehesas, la técnica de los tentaderos. Asimismo, el toreo alimenta un sinfín de tradiciones y expresiones orales, con su cortejo de términos técnicos, de dichos, de anécdotas que forman parte de la memoria colectiva de los aficionados. Este tesoro alimenta las tertulias taurinas, que Miguel de Unamuno criticaba con severidad, estimando que era una condenable pérdida de tiempo. Con todos mis respetos, creo que se equivocaba el filósofo, al no ver que estos intercambios de pareceres y recuerdos son una lucha legítima contra el olvido de lo que, un día, sucedió en la plaza.  Tan es verdad que, como muy bien lo declaró el maestro Ángel Luis Bienvenida, “la torería nace de las conversaciones”.

Pero el quinto y último criterio, puesto en práctica por el mundo de los toros, es tal vez el más importante, pues corresponde a esta gran preocupación actual por la preservación del medio ambiente y del desarrollo sostenible. Se trata, como dice el texto de la convención, de conocimientos y usos relacionados con la naturaleza y el universo. Existen unas evidencias de las cuales no parecen haberse percatado muchos ecologistas de las urbes: la Fiesta está basada en el respeto del toro, más propiamente de su animalidad, cuyo conocimiento es indispensable para la lidia. Percibir sus querencias – ¡qué bello término de la lengua taurina! – entenderse con él para dibujar una obra con su complicidad es la médula del toreo. Por otra parte, el espectáculo taurino es la mejor oportunidad para la preservación de la cabaña brava, condenada inmediatamente al matadero el día en que se acaben las corridas. Al lado de los toros criados para la muerte en la plaza viven tranquilamente en las dehesas muchos más animales bravos, eliminados igualmente en caso de prohibición de la Fiesta: vacas de vientre y sementales. Sin olvidar que cada ganadería de bravo es un ecosistema excepcional en nuestra época, en donde conviven, en la maravilla de estos espacios extensivos, innumerables especies de flora y fauna salvajes. Estoy convencido de que, para fomentar la afición de los jóvenes, tan sensibles al tema ecológico, lo primero y definitivo es una visita al campo bravo.

Aquí en estas tierras sevillanas se abre toda la belleza y solemnidad de ese campo.

 

Desgraciadamente, algunos antitaurinos no quieren saber nada de Unesco o de patrimonio inmaterial, y emplean contra la fiesta taurina y sus adeptos todos los recursos del wokismo y de la cancelación; nueva inquisición de nuestro tiempo, más eficaz que la anterior que emanaba de una sola institución, identificable, mientras ésta, con el mismo afán de censura, viene diseminada en multitud de redes y cenáculos, incluso universitarios.

Pero, de verdad, ¿Quién puede dudar de que la tauromaquia, en sus diferentes manifestaciones, sea una herencia cultural que se remonta a tiempos prehistóricos, y la última gran fiesta ritual que queda en la actualidad? Presente, de alguna manera, desde los tiempos más lejanos en la mitología, las artes, las celebraciones religiosas y festivas de las civilizaciones del Mediterráneo y del Medio Oriente, ella recrea el enfrentamiento primordial del hombre (o de la mujer – en Cnosos) con el toro, y todo su contenido simbólico. Pero ella no ha dejado de evolucionar desde la Edad media en cuanto a su técnica y su estética, y su evolución ha sido acelerada en el siglo XX. Se han desarrollado además muchas variantes en diferentes regiones taurinas. En América, comunidades autóctonas la han reinterpretado. El ejemplo más notable está en el Yucatán, donde en unos 300 pueblos quedan organizadas cada año por descendientes de mayas más de 2000 fiestas taurinas de diferentes tipos. Todas ellas, sin embargo, tienen un carácter religioso, pues celebran los Santos Patrones, avatares católicos de deidades prehispánicas. El sincretismo ahí es evidente.

Todo hay que decirlo, los enemigos de la tauromaquia y los aficionados no juegan por partes iguales. Por un lado, hay la certidumbre y la buena conciencia – que les coloca por de pronto en el nivel superior -, y por el otro hay una afición no fácil de explicar por su complejidad y sus vicisitudes. Los antitaurinos se otorgan, claro está, el derecho de hablar por el toro, pero se niegan a escuchar a los aficionados. Su dogmatismo se nutre en gran parte de la ignorancia y del rechazo de opiniones diferentes – rasgo común a todas las empresas totalitarias y colonialistas. También lleva una carga emocional importante. Ésta desemboca en eslóganes consabidos: se rompen lanzas contra el sadismo de los aficionados que disfrutan de la sangre derramada y del sufrimiento animal, se grita que la tortura no es cultura…sin molestarse en examinar las verdaderas circunstancias de la tortura, ni en preguntarse si esta amalgama no supone un insulto para quienes la han sufrido de verdad. Recordemos tan sólo que el torero, al que llaman algunos verdugo y asesino, corre el riesgo en cada momento de convertirse en víctima. En cuanto al sufrimiento animal, las investigaciones de los profesores Juan Carlos Illera del Portal y Julio Fernández Sanz han demostrado que el toro bravo tiene la peculiaridad en situación de estrés de desarrollar una cantidad importante de betaendorfina y dopamina que, en un instante, disminuyen de forma muy notable la sensación de dolor. ¿cómo, si no, entender que vuelva a acometer al caballo después de haber recibido la primera puya, reacción muy rara tanto en los animales domésticos como en los salvajes, en caso de ser heridos. A pesar de ello, con el fin de librar a los toros cuatreños de la muerte al final de esa lidia, algunas almas bondadosas prefieren mandar de una vez al matadero el conjunto del encaste bravo, eliminando esta rama bovina excepcional, refinada además por un trabajo cultural evidente, y con ella los amplísimos espacios naturales reservados a esta ganadería extensiva. ¡Y el animalismo se pretende ecologista!

 

Ya es tiempo de hablar de los valores que conllevan las prácticas taurinas. Todo lo que voy a sugerir no sale directamente de mi cabeza, sino de largas horas de escucha de toreros y ganaderos, que son los testigos más profundos de todo lo que encierra la tauromaquia, como tan bien lo reflejó Andrés Amorós en su magnífico libro La inteligencia del toreo.

El arte del toreo se basa en una proximidad excepcional – en el sentido físico, intelectual y afectivo – con un animal indómito. Se trata en primer lugar, para el hombre, de enfrentamiento y dominio, jugándose el tipo, pero todo esto no puede cuajar, y tampoco el arte puede nacer, si no se emprende con la bestia un diálogo, todo lo enigmático que se quiera; ese acoplo, que implica, por parte del torero, virtudes técnicas al mismo tiempo que estéticas. El toro representa, en este enfrentamiento, al animal salvaje y primordial. Digo representa, pues éste, en su realidad, se sitúa en la frontera entre lo salvaje y lo doméstico. Es una exaltación perfecta de la naturaleza primitiva por obra y gracia de su bravura, una bravura fomentada por la selección de los ganaderos, o sea por la cultura.

El arte taurino es obviamente una recomposición de la realidad. Por eso es un arte.  Él hace que la violencia inicial del enfrentamiento entre el hombre y este animal temible se convierta en harmonía y en despaciosidad apaciguada. La muerte del toro consagra el triunfo del arte y de la vida, un triunfo desde luego frágil, como todo lo que se edifica en la arena. Se trata incluso de un ilusionante espejismo debido a la incantación del toreo, que parece hipnotizar la muerte y el tiempo que corre; parece pues, naturalmente, en realidad el tiempo no para, y nuestra muerte tendrá la última palabra en este mundo.

 

 

Desde luego, se ha visto en los siglos pasados y ahora, los toros topan con la política, y conocen en esta confrontación diferentes vicisitudes. Para hablar sólo de España, en el mejor de los casos se ha reconocido la tauromaquia como patrimonio de los españoles, por la protección del Rey Felipe II contra la bula de Pío V y, en 2013, por la ley promovida por nuestro querido y admirado Juan Manuel Albendea, diputado por Sevilla, después de la recogida de 600.000 firmas en todo el país. Pero, en el lado opuesto, algunos tratarán de prohibirla, con el pretexto de apelar a una supuesta mayoría de la opinión. No sé si la afición en España es mayoritaria o minoritaria. Pero lo que sé es que un elemento cultural, cual sea éste – cubismo, toreo o zarzuela, – no puede ser sometido, para mantenerse, a ninguna votación o referéndum. Esto entraría en contradicción con las convenciones de la Unesco de 2003 y 2005, hechas precisamente para proteger los patrimonios minoritarios y la diversidad de expresiones culturales. Lo que hay que pedir a los políticos es que garanticen y fomenten la libre expresión taurina, la entreguen a sus adeptos y responsables, y le dejen correr su suerte; no que la utilicen, y menos que quieran censurarla.

 

 

¡Cómo con los toros Sevilla es una fiesta!

 

Pero, ahora, dejemos de lado la militancia. Hoy, aquí en Sevilla, es día de Resurrección, para los creyentes, y resurrección de la Fiesta. Estas dos alegrías se conjuntan como en ninguna otra parte del mundo. Me acuerdo de la emoción que experimenté, cuando era estudiante, al adentrarme por primera vez en el esplendor de la Semana Santa con el libro del Padre Cué, ¡Cómo llora Sevilla! Pues, si tuviera su talento, traería mi pequeña piedra para contribuir a ese otro libro monumental, ya tan enriquecido por muchos altos espíritus, en particular en estos pregones, y cuyo título podría ser ¡Cómo despierta la Maestranza! O ¡Cómo con los toros Sevilla es una fiesta!

Lo primero que me llama la atención, después de muchas tardes vividas en esta plaza, es que no existe esta barrera infranqueable, como en otros sitios, entre los hombres vestidos de luces y los que están en el tendido. Aquí los toreros, incluso cuando han nacido de Despeñaperros para arriba, se encuentran como en su casa. Su actuación se desarrolla bajo miradas acogedoras, curtidas por tantas faenas presenciadas, exigentes y benevolentes a la vez por la experiencia acumulada, hasta el punto de que uno duda durante un momento que la herida y la muerte tengan cabida en este albero bañado por la luz rosa y azul de los tendidos y de los atardeceres. Aquí no se nota la cacofonía festiva de algunas plazas del Norte, ni la atmósfera tormentosa de Madrid, donde la expectación de los aficionados pesa, y donde, muchas veces, la corriente del escepticismo tiene que ser remontada por las figuras antes de que estalle ese ole unánime que, bien es verdad, sacude los cimientos de Las Ventas. Las voces del público de la Maestranza son más medidas, y casi siempre más amigables. Acompañan, más que otorgan, el triunfo del matador de turno, derrochando como un perfume de intimidad. Este público se señala por una facultad de atención excepcional y palpable. Cuando el torero emprende su obra con los primeros pases de tanteo, es el famoso silencio de Sevilla, saludado siempre con respeto. Tal es su densidad que deja escuchar el vuelo de las golondrinas y el crujir de las banderillas en el lomo del toro. Pero, al menor destello de belleza, se dispara como un cohete la exclamación de todos los que han sido deslumbrados por él en el mismo abrir y cerrar de ojos. La extrema agudeza de su mirada permite captar, incluso en un trasteo todavía incierto, el fulgor de lo visto y no visto, lo que difícilmente se percibe en el toreo según José Bergamín. Esta aprobación se expresa además con una amplia escala que recorre el público de la Maestranza sin traspiés, desde el “¡Bien! “, que se alarga y se corta en seco, hasta el ole ritual, muy acentuado en la primera sílaba, mucho más cortante que el de Madrid. Pero una faena que se viene abajo, o un simple enganchón de muleta producen, con la misma simetría, el decrescendo. Los murmullos borran los oles, y viene este otro silencio de la Maestranza, más temible y humillante que los pitos y la bronca. La soberana actuación de la banda de música del Maestro Tejera, con su privilegio inédito de arrancar o parar la música cuando lo estime oportuno, es el reflejo elocuente de esta plasticidad sevillana. A ésta, nada escapa, y sabe brindar su punto de admiración a cualquier gesto o momento en los que, en la plaza o en la calle, estalla la gracia. Recuerdo, en particular, que después de su gran faena a un toro de Juan Pedro Domecq, Paco Ojeda ofreció, en su triunfal vuelta al ruedo, un último sorbo de arte, soltando un par de palomas que le habían tirado desde el tendido, y lanzándolas hacia el cielo con el amplio movimiento de un pase de pecho. El clamor de la plaza saludó el vuelo de los pájaros.

Esa idiosincrasia del tendido de Sevilla pone en evidencia el hecho de que nunca el público de los toros es simple espectador. Es el coro o la sinfonía, que acompaña la voz cantante del torero, y da su sello particular a la obra que se está realizando en el ruedo. No hay toreo sin este diálogo continuo entre los aficionados y el que está actuando, y que necesita para tener fe en lo que hace y gustarse a su vez, “sentir que le sienten”, como dijo Santiago Martín El Viti. Cada plaza tiene su ambiente y su música y, ya que estamos en esa metáfora, me atrevería a decir que, si Madrid tiene la rotundidad de Beethoven, Sevilla tiene la transparencia de Mozart. El torero es un artista – ¿Qué duda cabe? – pero lo es porque la gente sentada en el tendido ofrece el contrapunto necesario a su arte, y tiene arte a su vez, aquí como en ninguna otra parte. Eso me lo hizo entender, hace años, el presidente de la Peña Curro Romero de Camas. Me decía que admirar al maestro implica el estar metido en cada uno de sus gestos, de alguna manera torear junto con él, y añadía:” a veces, por las circunstancias que sean, Curro ha iniciado el pase de bella manera, pero no ha podido rematarlo. Entonces somos nosotros, sus partidarios, quienes lo rematamos, con la mente y con la imaginación.” No nos equivoquemos; esa confesión era todo un homenaje. El arte del maestro se trasladó a sus admiradores, les infundió en el momento su expectación y su sueño, como él mismo lo ha experimentado, hablando “de esos lances que uno sueña que los está dando, y no sabe si los está dando o los está soñando.” Por eso una corrida, no presenciada en directo, y vista en televisión, pierde mucho; “ahí no se contempla el Espíritu Santo”, aseguró Rafael de Paula. ¿Pero quién sabe si, en ese caso, el Espíritu Santo no sopla por obra y gracia de los propios aficionados de la Maestranza?

Claro, no todo es siempre sinfonía. Del rumor general, a veces, destaca una voz o una frase, en clave de admiración o humor, casi siempre oportuna y recibida con agrado, pues, en su forma condensada, refleja en tal instante el sentir colectivo. Relato aquí lo que he presenciado en directo, como cuando alguien, en los albores de una faena de Curro Romero, quiso ayudar a cerrar el círculo del fervor propicio, imponiendo el silencio en el tendido: “¡Callarse! ¡Vamos a escucharle torear!” y, cuando la faena resultó un portento, exultando de felicidad tuvo ese grito: “¡Yo no me cambiaría por Rockefeller!” Tampoco olvidaré a un vecino de grada, con muchos años de vivencias a cuestas en el campo, murmurando para sí mismo, con recogimiento y admiración, en la muerte de un toro de excelsa bravura:” ¡Éste, ahora, va a pastar derechito a las marismas del cielo!”

 

El arte del toreo a la luz de Pepe Luis

 

En el toreo la creación es por esencia instantánea, su empaque depende en gran parte del efecto de sorpresa. Y eso, en Sevilla, gusta una barbaridad y se da mucho en los toreros de la tierra. Así me lo dijo el maestro Pepe Luis: “Cuando un torero está liado con el toro y hace un desplante, o se mete la muleta por detrás, una cosa que no ha pensado, el público la ha pensado mucho menos. Esa sorpresa es la que hace que digan que un torero está tocado de la gracia. A mí, cuando estoy en el tendido, me gusta esperar que un torero haga tal pase, y ver cómo logra otro que no me esperaba, y decirme: “¡Caramba! ¡Qué cosa más bonita!” Esas cosas, el maestro las celebraba en las genialidades que recordaba de Chicuelo y de Rafael El Gallo. Para él la gracia que tenían no era cascabelera; lo que tenían en realidad era – como él decía – “una profundidad etérea, más en el aire.” En esta misma línea está mi recuerdo de Curro Romero arrinconado contra el caballo por el empuje de un toro, que convirtió de repente una verónica imposible, por falta de espacio, en una revolera deslumbrante que clavó al astado y a los espectadores. ¡Ahí quedó eso! En este mismo albero pudimos contemplar con Paco Ojeda hazañas del mismo palo. Empezó su faena en el estilo amplio y clásico, casi rondeño. Pero su ritmo nos penetró enseguida como un respiro eterno y frágil, perfumado por brisas de marisma. Y, centrándose con el toro, se convirtió en el eje rígido y vertical de un ir y venir de la muleta que dibujó pases inverosímiles sin que él se moviera de un ápice. Esta vez fue el toro, y no Ojeda haciendo de Teseo, que no pudo salir del laberinto. El animal se llamaba Dédalo. Estas cosas no se inventan.

 

El torero es un artista – ¿Quién lo duda? – pero es también un héroe por todo a lo que se enfrenta. Sin embargo, me decía Pepe Luis – y cito sus palabras – “aquí quieren que ese torero no sea tampoco muy encrespado. Les gusta que sea, como casi todos aquí, más bien tranquilo, sosegado, quizás un poco tímido; esa cosa que no se puede aprender, sino que tiene que salir innata de la persona. Lo ven y se ven reflejados en esos toreros.” La insatisfacción, el ansia por ir siempre a más, y la humildad son inherentes a la personalidad del torero. Siempre la faena ideal queda por hacer, y esta faena, sin haber nacido, morirá con ellos. Por eso son toreros, después de su retirada, y hasta el final de su vida. Para Pepe Luis Vázquez, y para tantos diestros de estas tierras, el toreo y su creación artística exigen dos virtudes aparentemente opuestas. De ahí su tremenda dificultad:  una es la casi inmediatez de la vista para entender al toro, y otra el saber esperar; saber esperar su buena embestida, sin forzarla, saber esperar el momento adecuado para que fluya la compenetración sin tropiezos; saber esperar, cuando uno necesita alzarse a la cima, la visita del duende, tan caprichoso como el amor, niño de Bohemia, para la Carmen de Bizet. Bien lo reconoció el maestro de San Bernardo. Toda esa espera es imprescindible para quien basa el arte excelso, como él lo hizo, en la naturalidad, lo que viene a ser un oxímoron, algo tremendamente difícil. Para explicarlo ahí está su voz grabada y difundida con el libro titulado Pepe Luis Vázquez; la naturalidad en el toreo, editado por la Fundación de Estudios Taurinos, gracias a la coordinación de Juan Manuel Albendea Pavón, de Rogelio Reyes Cano, y de Carlos del Barco Galván.

Esa exigencia de naturalidad, como ideal del toreo, supone un valor particular, que yo llamaría el valor de los artistas. Para no actuar a contra estilo hay que aguantar el disgusto de los impacientes. Lo dice claramente Pepe Luis. Más vale sufrir una bronca que engañar al público, haciendo cosas forzadas, y que uno no siente, a un toro que no se presta. Más bello y ético es, en este caso, aparentar la desgana, y que el respetable crea que uno no ha querido. Ante el mismo fracaso uno debe quedar en torero. Y Pepe Luis reconoció con gratitud el arte de sus partidarios de saber esperarle. Intuyo que otros toreros de privilegio, aquí, habrán tenido la misma fortuna.

Ahora bien, no confundamos, nos dice el maestro. El pellizco se agradece, pero no basta para triunfar, incluso en Sevilla. El arte viene después, como culminación de lo fundamental, que es una percepción aguda del toro, de lo que requiere la evolución de su manera de comportarse, en una palabra, de las necesidades de la lidia. Es que, con o sin filigranas, el arte del toreo es una cosa muy seria. El torero está obligado a mantener la compostura, a tener gestos lentos y apaciguados, pero vive una tensión extrema. Tiene que crear en el acto, a hora fija y casi de la nada, su obra bajo la amenaza de la muerte. No hay posibilidad de enmienda dejando pasar el tiempo. Y para ello, sin hablar del miedo a la cogida y sobre todo al fracaso, tiene que dominar los tres materiales de su oficio: el toro, por supuesto, pero otros dos tan importantes. Uno es el cuerpo, al que hay que imponer la quietud, controlando su instinto de fuga y cada uno de sus gestos. El cuerpo que no sólo es el instrumento para fraguar la faena, dibujar los pases, pero también el marco de la coreografía que se ofrece en el ruedo, y de todos los elementos del rito taurino. Es la encarnación imprescindible de la obra de arte. De ahí la frustración que experimentaba Pepe Luis al no poder nunca contemplarse a sí mismo toreando, y disfrutar del conjunto de la belleza elaborada. Me habló de su esperanza de que, por fin, “se verá en ese otro mundo, un día, haciendo una faena en la Maestranza del cielo, y podrá decir – con humilde felicidad -: “¡Caramba, pues yo no toreaba tan mal!”

La tercera materia prima es el tiempo. Torear es esculpir el tiempo; enfrentándose a la embestida del toro, sosegar esta realidad violenta y convertirla en un discurrir cada vez más lento, en una harmonía que nos hace entrever “cosas que son de otro mundo, como si soñáramos de épocas pretéritas” (otra soberbia expresión de Pepe Luis). Claro, este perfume de eternidad, que despierta a veces lágrimas en el tendido, es poco duradero. El torero es muy consciente de ello y de que su arte, a pesar de la intensidad de su expresión, “es una cosa del aire, que se aposenta y se va.” Por ello, y por medio del temple, dentro de los minutos impartidos, pone todo su esfuerzo en lentificar el tiempo de sus lances, para que quede algún recuerdo de ellos en la mente y el corazón de los que presenciaron ese instante. Bien me lo aseguró el maestro Antonio Ordóñez y lo tenemos que reconocer: ¡hay que ver lo barato que resulta el precio de una entrada para ver una obra tan increíble, irrepetible, y con un riesgo de muerte además!

 

 

 

El hilo de la afición

 

Adentrándome en la intimidad de mi amor por los toros, que ha irrigado mi vida desde mi lejana niñez, tengo que reconocer que lo debo a todas esas personas que han tejido el hilo de mi afición, como unas Parcas benéficas, la mayoría de ellas relacionadas con Andalucía y con Sevilla. Debo empezar por mi madre, venezolana, de estirpe vasca, pero que, por mi abuela, Luisa des Allimes, entabló un vínculo de alianza entrañable con prestigiosas familias ganaderas de Jerez. Fue una manoletista declarada y, por las conversaciones en nuestras casas de París y de Anglet, cerca de Bayona, me infundió la admiración por el Monstruo de Córdoba, al que no llegué a ver torear, pero sí a guardar en mi joven memoria el relato de su mística figura y de su muerte. Por mi madre, y por las amistades que la rodearon, han entrado en mí el mundo de los toros y Andalucía. En una fotografía que conservo se ve su rostro feliz, en el tendido de la Maestranza, con la mantilla puesta, allá por el año 1945. Cuando tuve diez años, por fin pude presenciar, llevado de la mano de mi madre, mi primera corrida en Bayona – toros de Urquijo para Aparicio, Litri y Antoñete -, que me deslumbró, después de haber visto unos días antes, a su lado, con la misma excitación, la película Tarde de toros.

Otra figura cercana y muy importante para mí, es la de don Álvaro Domecq y Díez. Venía a visitarnos en Anglet y en París. A pesar de la dulzura de su trato, nunca le vi un gesto o una actitud que no tuvieran ese empaque inconfundible. Paseaba en la casa y hablaba con su señorío natural, como si nunca hubiera bajado de su caballo. En sus palabras, siempre escuetas y medidas, alternaban alardes de humor y de gravedad, y bajaba la voz para retener su emoción cuando evocaba el campo, sus toros y las faenas que habían permitido estos animales. Es difícil compaginar en una mente tanta poesía y tanta agudeza, casi científica, al confeccionar la bravura de los toros de su hierro – trabajo que él comparaba con el talento de un chef – manejando las reatas, los resultados de las tientas, y – sin confundirlos – los ingredientes principales de bravura, raza y casta. Para verlo sólo falta releer su libro El toro bravo, de referencia definitiva.

A lo largo de los años, mi gran maestra en afición ha sido Margara Mora-Figueroa, hija del excepcional fundador del encaste Parladé-Tamarón, jerezana de familia, pero sevillana hasta la médula, encerrando en su chalet del barrio sevillano de Heliópolis recuerdos de la ganadería que pastaba en Las Lomas, entre ellos la foto del bravísimo astado Matador, indultado en La Línea y ostentando en la quietud del campo la cicatriz de una gloriosa herida de treinta centímetros, producida por su lucha con las varas. La gran frustración de su vida fue el no poder asumir el relevo de su padre en la cría de los toros, por la dificultad del momento, antes de la Guerra, y tal vez porque era mujer.  Tenía una casta que no le cabía en el cuerpo y era tajante en sus preferencias. Me acuerdo de que, para comparar la valía de dos toreros rivales, en una conversación de tarde alzó metafóricamente el brazo a la altura de la Giralda, para uno, y de la Torre del Oro, para el otro. Admiraba a muchos, pero los tres toreros de su vida fueron los que marcaron un hito en la historia, por la quietud y el aguante: Manolete, El Cordobés y Paco Ojeda. En los albores de los años 60, para defender al Cordobés contra sus amigos aficionados de aquí, que no consideraban como “chic” al torero – como me dijo ella – rompió muchas lanzas. En la salida por la Puerta del Príncipe de Manuel Benítez me escribió, maravillada, y me contó que habiendo solicitado a la puerta de la plaza el criterio de José Flores Camará para corroborar su entusiasmo, éste se limitó a contestar: “Muy difícil es dar cincuenta muletazos, los pies clavados en un ladrillo.” Sin embargo, Margara me enseñó que nada es tan importante para valorar lo que se desarrolla en el ruedo que saber ver al toro. Siempre, en eso, uno tiene que aprender.  Y la mirada de ella era perfecta, reseñada además en los miles de páginas de sus cuadernos que llevó a la Maestranza y en las otras plazas, en los sesenta años de su vida aficionada.

¿Cómo no acordarme, con toda la admiración y el cariño del mundo, de Pepe Luis, que me acogió varias tardes, y con tanta generosidad, sin conocerme siquiera, en su casa de la calle Beatriz de Suabia, y me permitió entablar una gran amistad con él?  No he llegado a verle en el ruedo. A pesar de algunas actuaciones contempladas en pantalla, – como quien ve desde lejos, por el ojo de la cerradura del pasado, una belleza robada -, sólo me queda su voz. Una voz serena, matizada sin embargo por todas las inflexiones del humor, del recuerdo emocionado y de la lucidez. Sin presumir, pero sin rodeos, Pepe Luis cabalgaba holgadamente sobre el tiempo, marcando las diferencias entre la tauromaquia de su generación y del momento actual. Resaltaba lo móvil e imprevisible que era el toro de su época, y por lo tanto la importancia de saber entenderlo y lidiarlo antes de pensar en el arte. Su sonrisa agradecía a todo el que celebraba su gracia torera, pero también se nublaba, lamentando que no se recordara su privilegiadísima cabeza, esa inteligencia que descubría en el acto el hilo adecuado para cada una de sus faenas.

Necesitaba pocas palabras para plasmar su concepto del toreo: aguantar y esperar, el toro y las circunstancias; nunca torcerlos ni esforzarse contra la corriente. Él, que daba tanta importancia a la cabeza para medir las posibilidades del toro, reconocía sin embargo que en los dos o tres momentos cumbre de un torero no había más remedio que perderla. Por eso es artista. Una vez sucedió en Valladolid, en 1951, con un toro de Villagodio. Me decía que no recordaba casi ninguna de las maravillas que brotaron en aquel instante de la fuente de su inspiración, porque su espíritu no estaba inmerso en la realidad de aquella faena, sino en el sueño de ella. «Se puede decir que es una transfiguración”, confesó recordando aquel milagro.

El hilo de la amistad taurina no se rompe. Tengo una deuda con muchos de los que se encuentran aquí, pero, como no puedo nombrar a todo el mundo, me limito a mencionar a los que nos han dejado. Ahí está don Carlos Urquijo, que me acogió varios días en la maravillosa biblioteca del cortijo Juan Gómez, llevándome al final de la tarde, como una recompensa, a ver sus toros que pastaban por los alrededores. Ahí está Luis Bollaín, que desentrañó para mí la genialidad de Juan Belmonte y los cánones del toreo ortodoxo. Y ahí está Juan Manuel Albendea. Algo le debo por estar aquí.  Con él mantuve muchas conversaciones amistosas y serias, cuando estaba finiquitando el proyecto de ley que protege, de momento, la tauromaquia. ¡Ojalá este edificio quede en pie!

 

Señoras y señores, con todo ese hilo ininterrumpido de los aficionados que nos precedieron y de los que nos van a seguir, hoy se abre a la esperanza esta corrida de Resurrección, la bien nombrada porque es para nosotros la resurrección de la belleza. Ansiamos el momento en el que José Antonio Morante de la Puebla se abra de capote, y, con su vuelo lento, abra al mismo tiempo el telón de la Feria. ¡Que Dios reparta suerte, y tengamos siempre la libertad de disfrutar este arte, que tanto nos emociona y tanto nos enseña a vivir y a morir! Gracias por vuestra atención.

 

François ZUMBIEHL